RAMIRO CASTILLO SALINAS el 27 de marzo habría cumplido 55 años. Han pasado 24 desde su partida, pero queda en la retina de muchos su calidad de juego que lleva a rendirle homenaje en todo momento, pues ya es leyenda.
El periodista argentino del diario El Clarín, Waldemar Iglesias, hace poco escribió sobre “el mago del fútbol boliviano” y ello emocionó a Carmen Crespo, la esposa, que aún recuerda los gratos momentos vividos con el “Chocolatín” y sus hijos.
“Es un dolor eterno, lo recuerdo cada instante a nuestro ángel”, dice la mujer que hoy se alejó del fútbol dejando a su querido y amado The Strongest, se dedicó a viajar, a conocer el mundo, la naturaleza y a brindar su ayuda. Hoy está de voluntaria al servicio de una Fundación para Niños Quemados.
Sus hijos, Ramiro (34) y Marjori (24) están al pendiente de ella. Ramiro que ya formó un hogar vive en la ciudad estadounidense de Lancaster, Pensilvania, y Marjori comparte la vida con Carmencita en La Paz.
“Pasó tanto tiempo, pero siempre hay motivos para recordarlo. Fue un gran padre, muy cariñoso de sus hijos”, dice con palabras entrecortadas. Dejó a su “Tigre” amado donde trabajaba con las divisiones menores.
Recordar a Ramiro Castillo, es volver atrás en el tiempo para disfrutar de su agilidad, su romance con la pelota y su gran sagacidad.
Carmen recuerda con lágrimas a su segundo hijo, José Manuel, que entonces tenía 7 años. Su-frió una afección grave y poco común que provocó un daño hepático, ya que tiempo después se pudo establecer que un síndrome llamado de Reye terminó con su vida. “Se da un caso en un millón, y le tocó a mi hijo”, dice muy apenada sin contener sus lágrimas que mojan sus mejillas.
Habían efectuado en La Paz una punción a su hígado y enviado la biopsia a un laboratorio en Brasil, que estableció a ese síndrome como la causa de su muerte.
“Es la confusión, inflamación del cerebro y daño hepático. Los niños que se recuperan de una infección viral, como la varicela o la gripe, o que tienen un trastorno del metabolismo presentan un riesgo más elevado, especialmente si estuvieron tomando aspirinas”, dice un profesional sobre el particular.
Los primeros síntomas incluyen diarrea, ritmo cardíaco acelerado, vómitos y fatiga intensa. Los síntomas como la confusión, las convulsiones y la pérdida del conocimiento requieren trata-miento médico inmediato.
“No hay un tratamiento específico para el síndrome de Reye, además de la asistencia y los controles exhaustivos para comprobar que no haya complicaciones”, sostiene el médico.
El fallecimiento de José Manuel cambió la vida de Chocolatín, que dejó el balón, se sumió en una profunda depresión y sufrimiento, tres meses después, Ramiro decidió quitarse la vida en su hogar apelando a una de sus corbatas. Partió el Chocolatín y quedó la leyenda.
EL HOMENAJE
«Así, Mago. Eso Mago», grita entusiasmado el vasco Xabier Azkargorta. La escena sucede en La Paz, en pleno entrenamiento preparatorio para un partido de esas Eliminatorias, que pronto quedarán para siempre en la historia del fútbol de Bolivia, de Sudamérica y de todo el mundo. El Mago es el modo en el que el entrenador del bigote frondoso («El Bigotón», como lo llaman los que lo conocen y los que lo quieren, aunque no lo conozcan) elige llamar a Ramiro Castillo. Desde sus días de niño en Coripata, Provincia de Nor Yungas, todos lo conocen como Chocolatín. Su piel negra y su tamaño breve hacen del apodo una obviedad.
Pero lo que le grita Azkargorta también es una obviedad: Castillo es mago, ma-go de fútbol. Como su condición física (164 centímetros y una delgadez extrema) no le permiten ganar en el contacto él se las ingenia para vencer a su mo-do y manera. Evita los embates con lo que mejor sabe hacer: pases precisos para el compañero mejor ubicado, mirada periférica, inteligencia para encontrar los espacios vacíos y convenientes, capacidad para sorprender en espacios reducidos.
UNA SUERTE DE BOCHINI
Brasil hasta aquel 25 de julio de 1993 jamás había perdido por las Eliminatorias. En los 3600 metros de La Paz, en el Hernando Siles -territorio popular allá en lo alto- llegó el estreno de la decepción. Bolivia se impuso 2-0 a los verde amárelos tantas veces triunfadores desde los tiempos en los que Bellini levantó la primera de sus cinco Copas del Mundo. Nadie lo podía creer. Ni los locales que llenaron su estadio ni cualquier ajeno a esa inmensa alegría de La Verde. Fue una fiesta la ciudad, el país, el alto, el llano, los campesinos, los ricos de Santa Cruz de la Sierra, los pobres de tantos rincones. Todos. El estado plurinacional era un grito de fútbol.
BOLIVIA TENÍA UN EQUIPO VALIOSO
Y un conductor, El Bigotón, que tenía muy claro el camino. Contaba entre sus figuras al arquero argentino -nacionalizado boliviano- Carlos Trucco, al Diablo Marco Etcheverry y a Julio César Baldivieso. Ellos festejaron aquel triunfo épico en simultáneo con una escena que despertaba ternura: Chocolatín Castillo se paseaba en una suerte de vuelta olímpica recortada con José Manuel, su hijo de tres años en los hombros y con una sonrisa inmensa que parecía desmentir esa timidez que le adjudicaban en el fútbol argentino.
Castillo se dio el gusto de jugar el Mundial de Estados Unidos del año siguiente. Usaba el número 20 y era la principal variante del mediocampo en ofensiva. En el partido inaugural de esta Copa del Mundo, La Verde enfrentó al defensor del título, Alemania. Perdió 1-0, en el Soldier Field de Chicago. No estuvo lejos de generar otro asombro ante otro gigante. Luego llegaron el empate sin goles an-te Corea del Sur y la derrota (3-1) ante España. Castillo apenas jugó ocho minutos en la despedida. Al cabo de ese Mundial, el campeón fue Brasil. Sí, el mismo Brasil de aquella derrota que se sigue recordando en Bolivia. Recordar, del latín recordis: volver a pasar el corazón.
EL DÍA QUE LLEGÓ LA NOCHE
Pero hubo un día en el que la vida se le cayó toda entera sobre él, sobre ese cuerpo frágil, esta vez más frágil que nunca. El día que podía ser el más feliz se transformó en un dramático laberinto. El 29 de junio de 1997, Bolivia estaba lis-ta para ir tras los pasos de su segundo título en la Copa América, tras la obtenida en 1963. Como local, enfrentaba en la final de la principal cita continental a Brasil. Castillo realizaba la entrada en calor cuando una noticia lo golpeó para siempre: su segundo hijo, el mismo que había festejado sobre sus hombros la gloria de aquella victoria memorable, había tenido que ser hospitalizado de ur-gencia. Tenía una hepatitis. Castillo se fue a su lado. José Manuel murió dos días después y Chocolatín no le pudo poner palabras a tanto dolor.
Poco más de tres meses después, el 18 de octubre, Castillo dijo basta callando. Esa corbata con la que decidió colgarse le quitó el último de sus suspiros. Se suicidó a los 31 años.
Las condolencias comenzaron a llegar desde todos lados. El vicepresidente de Bolivia, Jorge Quiroga; Azkargorta; el presidente de la Academia Tahuichi, Rolando Aguilera, y el defensor boliviano Juan Manuel Peña, otra de las figuras de aquel seleccionado. El municipio de Coripata declaró un duelo de tres días, con suspensión de todas las actividades. Por esas horas, Bolivia era un desconsuelo por cada resquicio.
Hubo silencio de duelo en todo el país. El clásico entre Bolívar y The Strongest no se jugó. Estaba claro: todos necesitaban tiempo para llorar al crack que ya no estaba. Al queridísimo Chocolatín.
EL ECO EN LA ARGENTINA
Castillo fue también conocido y querido en el fútbol argentino. Su recorrido: Ju-gó en Instituto de Córdoba (1987-88, 27 partidos, 1 gol), Argentinos (1988-90, 69 partidos, 8 goles), River (1990-91, 10 partidos, 1 gol), Rosario Central (1991-92, 16 partidos) y Platense (1993-94, 23 partidos, 1 gol).
En total, 118 encuentros y 10 goles. También lo describen las palabras de quie-nes lo vieron jugar. Nito Veiga lo dirigió en los días encantadores de aquel Ar-gentinos que peleó el título con Oscar Dertycia como goleador. Señaló en esos tiempos: «Si Chocolatín tuviera la camiseta de Argentina o de Brasil, valdría mi-llones de dólares».
En Platense, Pablo Lavarra -hincha y seguidor- señala ahora: «Su fútbol era un deleite, un lujo que nos dimos en Vicente López». Oscar Barnade -periodista e historiador- contó en esta redacción que Castillo era hasta que decidió irse «el mayor ídolo del fútbol de su país».
Cada vez que Bolivia juega, sobre todo en La Paz y por las Eliminatorias, su nombre aparece en la añoranza y en las palabras que lo cuentan, que los recuerdan con el cariño que supo construir. Es una certeza; eso seguirá sucediendo de generación en generación. Este fabricante de alegrías se ganó el cielo de La Paz. Su pueblo lo sabe.